La Pintura en el Perú, hace mucho no se trata de Teófilo Castillo defendiendo el Impresionismo sobre el Clasicismo, o de Sabogal imponiéndose sobre la Pintura de Hernández; ni de los Independientes alcanzando la dirección de Bellas Artes con Ugarte Eléspuru y condenando a un tercer o cuarto plano a artistas como Aquiles Ralli o Pedro Azabache. Tampoco de un Grau volviendo de Europa o un Humareda desdeñándola. Ni siquiera de un Tola emergiendo de la oscuridad a una oscuridad con color. La mayoría de personas que reciben formación artística la reciben en Pintura y, paradójicamente, cada vez pintan menos. Hoy no es nada del otro mundo que un artista local viaje y exponga o que a otro le importe un bledo quedarse en su ciudad. Después de bienales, conceptualismos y demás, no se trata de qué Pintura se haga, sino de la validez de la Pintura, no como un acto heroico e individual, sino como un proceso generacional más allá de aparentes diferencias y sí con una honestidad, y hasta una terquedad, en común. Por lo demás, lo abstracto, lo figurativo, lo superreal, lo expresionista, son apariencias múltiples de un solo rostro: La Pintura. Toda la Pintura es igual y toda es diferente. La violenta armonía de un Pollock se encuentra en una manga pintada por Velásquez hace cientos de años. Lucian Freud lo insinuó ya cuando afirmó que cuanto más se observa algo, más abstracto se torna e, irónicamente, más real. La Pintura no es superficie, la Pintura es Pintura, es pigmento y aceite, y más allá de la forma, o las formas, que el pintor pudo darle, cada obra existe intrínsicamente en cualquier otra. Esto que suena exagerado se evidencia en la selección de óleos de estos jóvenes artistas peruanos. ¿O acaso el informalismo de Giancarlo León Waller, embriones puros, estallidos, no existe ya en las entrañas de las composiciones geométricas de Jairo Robinson, allí donde el acrílico apenas si es un chorro que se diluye como un lamento sobre la tela? ¿Y no será ese otro grito, sordo, que John Chauca impone con maestría bajo el cielo de Van Gogh, la mirada contemporánea de una Pintura que aún valiéndose de la tecnología actual no puede sino homenajear a los maestros precursores de las primeras vanguardias históricas como el holandés y el noruego Munch? Es que no hay nada nuevo bajo el sol y precisamente eso parece saber el voluptuoso y resignado personaje que Shila Acosta ha dispuesto en el borde de un pozo; ser excesivo y tragicómico, sostenido torpemente por unos brazos demasiado endebles para el peso que soporta, antes de escapar o dejarse llevar por las aguas turbias de nuestros deseos. Aguas en las que, esquematizados y absurdos, reducidos a míseros renacuajos, los humanos de Valia Llanos, se estrellan unos a otros, incapaces de conocerse, condenados a las profundidades de la incomunicación. El silencio, los gruñidos, la incapacidad de hallar al otro genera miedo y el miedo violencia; Lihn lo escribió ya: el miedo que antecede a la barbarie. Ese miedo que hace ver en cada hombre a un enemigo, la paranoia instalada en la médula de lo cotidiano; o cuántos no se quedan en la indignación, o en la indiferencia, ante el inicio, o lejano final, de los numerosos conflictos que mueven el mundo en que vivimos… y pintamos. Renzo Núñez-Melgar capta un signo de nuestros tiempos; el terrorismo de estado, el chauvinismo solapado en patriotismos y celebraciones seudo cívicas. ¿Son los personajes andinizados de Jorge Miyagui, rayo en mano, virulentos quizá por el recuerdo (“Yalpay” en quechua) de mejores tiempos, el factor faltante para que la fórmula de la violencia de resultado? Ambos bandos, no dos, no tres, todos los bandos, listos para el enfrentamiento, para el choque, para la guerra; esa costumbre exclusivamente antropológica, en la que todo lo que no debería fluir fluye grandemente, feria de la miseria humana en la cual el lobo de Hobbes muestra sus fauces y prevalece. Expresión purísima de su animalidad, como la que ostenta José Luis Carranza en su perturbador “Roedor”; brutal instantánea del momento exacto en que el hombre muta a bestia inexorablemente. El Rubicón, parece, ha sido atravesado. Las fronteras se dispersan y lo femenino y masculino pertenecen a una sola existencia férrea, destinada a satisfacer con celeridad el primer deseo que acontezca. Figura esta totémica en la tela de Jack Caballero, que recuerda al pintor en los momentos más intensos en la ejecución de su oficio; bicéfalo, pues consciente e inconsciente mientras pinta, tentando el equilibro del control y la pasión; ensimismado, volcado su ser sobre la obra que ineludiblemente le traerá decepción y a la que, a pesar de ese conocimiento, dedicará su esfuerzo físico y mental. Como la vida, la Pintura es también un acto de fe. Podemos perderla en cualquier instante –el pintor argentino recientemente fallecido Leopoldo Presas creía esto plenamente- y sin embargo, nos preocupamos, persistimos, hacemos lo posible. Y es, precisamente posible que, en medio del desconsuelo, para aquella bestia de dos cabezas, la esperanza sea hallar su reflejo e intentar recuperar un diálogo, ensayar un lenguaje, y la Pintura, sin verbos ni lenguas, es un lenguaje universal. Quizás Musset, tuvo razón cuando dejó escrito que el mundo no es más que un desagüe sin fondo donde las amorfas focas se arrastran y se enroscan sobre montañas de fango. Pero sólo hay una cosa en el mundo que es santa y sublime; ésta es la unión de dos de los imperfectos y repugnantes seres. A través del óleo “Pareja” las palabras de Musset adquieren forma. Marcos Palacios ha fraguado a estos seres monstruosos, sí, pero recobrándoles la humanidad a través del vínculo que los sostiene. Decrépitos, con el aspecto de aquellos que expiran carcomidos por la sífilis, nos inspiran sin embargo ternura ante su fragilidad, su más que anunciada extinción. Uno no quiere sino proteger a esta unión de infortunados, extender su existencia un puñado de instantes más, los que sean posibles. Empero todos los deseos lanzados al pozo, mientras la Vida se acerca a su fin, apenas si podremos vislumbrar la extensión de la Pintura, y está bien. Todo fin es un comienzo, y en el devenir de estas reflexiones a partir de las Pinturas presentadas, se haya el óleo de Elizabeth López, “No tocar”, con sus reminiscencias eróticas y un dibujo depurado, al cual, paradójicamente le ha “tocado” celebrar el renacer, celebrar la luz. Ha pintado una mano de mujer, la suya, asiendo, diríase halando, un capullo que evoca sin tapujos a un sexo joven, casi infantil e incircunciso. Sexo y maternidad en este autorretrato sostenidos por la mano que sostiene el pincel. Es la Vida nuevamente, y nuevamente, es la Pintura.
Iván Fernández-Dávila
Lima, julio 2009